Él subió corriendo las escaleras del sótano y gritó.

"¡Sal! ¡Sal! ¡La casa está en llamas!"

El pánico en la voz de mi madre era inconfundible para mi yo de 9 años. Salté de la mesa de la cocina donde estaba jugando con unos trolls de plástico. Ella le dijo a mi hermano menor de 3 años que fuera con los vecinos. Corrí y arrastré a mi hermano detrás de mí. Abrí la puerta trasera de los vecinos y entré en su cocina.

"¡Nuestra casa está en llamas!"

Dejé a mi hermano y corrí cruzando el camino hacia nuestra casa. La puerta trasera aún estaba abierta de par en par. Mi madre me dijo que me quedara afuera. Pero pude verla de pie en la cocina, con el teléfono presionado contra una de sus orejas, en espera para llamar a los bomberos.

El fuego chisporroteaba. Mi madre dejó caer el receptor. Imaginé las llamas corriendo por las escaleras del sótano y le pedí que se fuera. En cambio, ella volvió a levantar el teléfono y se reconectó con una operadora que sonaba inquietante, forzada y tranquila.

"Estoy llamando desde la casa de un vecino", grité.

Antes de que el disco rotatorio avanzara del 0, ella cedió a los sentidos y corrió hacia la puerta. Sonaba como si yo estuviera calmado en medio de la crisis. No lo estaba. Lloré. Quiero decir que estaba histérica y entusiasta...

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